domingo, noviembre 26, 2006

“A mi contumaz terquedad”, según el heridor

La pertinacia llevó al virtuoso navegante a convertirse en un pirata sin más remedio, lo transformó en el peor delincuente que la mar pudo haber dado. Las largas madrugadas de convencimiento tozudo lo llevaron una buena noche de estrellas fulgorosas a querer terminar con su vida. La convicción del navegante era suficiente y no lo dejaba ver la concurrencia de circunstancias de la vida en las aguas del Adriático y otros mares cercanos al Mediterráneo.
Duff el pirata de la historia quizá observó la osa mayor justo cuando su nave atravesaba el tranquilo cabo de trafalgar. Hacía poco que una flota amiga, la de los ingleses, había vencido en ese lugar a la escuadra franco-española. En ese enfrentamiento marítimo reinó el desorden y falta de táctica por parte de la flota virtualmente comandada por Napoleón Bonaparte.
Todo era propicio para que la muerte se diera inexorablemente, injustamente. De repente uno de los marineros ebrios salió al casco de la nave cuando el capitán ultimaba los detalles de su muerte. Allí fue que el invasor se dio cuenta de que algo malo tal vez iba a suceder.
Entre reproches y berrinches Duff despachó al marino a las catreras, lugar de donde nunca debió haber salido, pensó el invadido corsario. La aparición del subordinado inhibió la conducta del adalid de La Pompeya que ante el fulgor estelar tuvo que redimir su actitud y obtener un poco de coraje en el fondo de una botella de escoses.
Entre tragos y regaños internos por haberse dado cuenta de su obstinación innecesaria, Duff evocó con añoranza las palabras de un viejo amigo: “los hijos del mar siempre vuelven al mar”. Siendo esa frase quizás la que marcó sus designios durante los últimos años de vida.
Bebió varias botellas de aquel alcohol embriagante. Al cabo de un rato ya con bastante coraje tomó papel y lápiz. Compuso una emotiva y vacilante carta que estaba dirigida a la persona que lo iba a suceder en el mando. Otra a su amor. La última estaba titulada “A mi contumaz terquedad”.
Luego de la escritura tomó la bayoneta del rifle de un soldado casaca roja amigo suyo y sin más rodeo se la enterró en el corazón. De inmediato la extrajo, y respirando como cerdo por la herida, cayó al suelo y agonizó. En menos de tres minutos el heridor expiró inmerso en un charco conformado por su propia sangre. Mientras, sus subalternos descansaban unos, y hacían guardia otros.
El contenido de las misivas dirigidas a las personas de carne y hueso no abundaban en detalles. El rol de los papeles era el de dejar constancia que tuvo una mujer a la que posiblemente le dedicó varias noches en vela y que tenía un ayudante en el cual él confiaba.
En un primer momento no se supo el contenido de la epístola dirigida a la feroz terquedad. Sin embargo, los encargados del cadáver de Duff decidieron remitir la correspondencia a la amada de Duff: Caroli.
La noticia de la muerte del navegante devenido pirata sorprendió a Caroli en la tienda, compraba ropa para bebé. En ese momento ella sintió una grieta abrirse, la llevaba a la profundidad del dolor. Más cuando supo los detalles de la muerte de Duff. Y más aún cuando leyó el contenido de la comunicación a su nombre.
La carta dirigida a ella la aceptó y comprendió las causas de la fatal determinación. En cambio, cuando leyó las líneas de la feroz terquedad se estremeció.
En sinceras líneas la dejaba con un secreto que ella nunca reveló, posiblemente la hizo acreedora de una inmensa fortuna. Pero el heridor había plasmado un mensaje más en la epístola: había prometido que nunca sería padre. El día que se enterara que había engendrado a un ser lo inundaría la desdicha y se mataría.
A más de 100 años del trágico final del pirata Duff hay quienes piensas de igual manera. La mayoría tal vez no sean piratas, pero sin embargo son pertinaces, tozudos, obstinados.

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal