Las dos puntas del vacilante
El talante del doctor Jekill o mister Hyde aquella noche fue propio del vacilante. Se sintió un matador contrariado. Nunca tanta distancia le pareció tan poca. Y, a pesar de sus recientes 23 años, ella nunca estuvo tan lejos. Esa noche de noviembre el vacilante tuvo un presagio: las dos puntas es un futuro no cierto, no se puede al mismo tiempo gozar en la ciudad divina y habitar en la ciudad terrena.
Esas damas confluían en la vida del matador vacilante. Era algo a resolver cuanto antes. Una de ellas exigía compromiso. En cambio, otra a gritos solicitaba diversión. Era una noche como tantas, el matador que no titubeaba estaba acostumbrado. Pero esa noche dudó, vaciló. Tuvo la premonición.
En interminables lunas esperando nada aquella vez intuyó que optar entre la quimera de la doble vida o lo realmente real era algo sensato. Pensó en la cantidad de personas que soñaban con tener dinero, poder y prestigio; y se vio soñando. También pensó en el gran sufrimiento de las voluntades engañadas, traicionadas y lastimadas; y allí se vio lastimando traicionando y engañando. Por tanto, empezó a dar paso a los sentimientos.
Todo era, sin embargo, difuso y vacilante. Esa noche entre alcoholes, energizantes y substancias seguía siendo al todo o nada. Había que jugársela. El ruido daba muerte al silencio y de repente vio algo de claridad. Era hora de amar y no de vacilar.
Punto final ora diversión, ora quimeras, ora ilusiones. La obediencia debida tuvo un nombre, edad y domicilio. Atrás quería el matador dejar a la joven de las lunas parrandeadas, las lunas de aeropuertos, las lunas salvajes. Mientras tanto vacilaba, pero no como antes. La decisión estaba tomada.
La cuestión a esa hora de la noche no era lo que iba a hacer, sino cómo lo iba a hacer. No quería engañar ni traicionar puesto que sabía que en algún momento él podría ser víctima de esas prácticas. El heridor no quería ser herido. No obstante, la distancia de esa dama lo hirió. De a poco infiriendo razonamientos propios de Sun Tzu el matador evitó el conflicto. Cómo iba a acometer a la víctima ya estaba resuelto.
Con voz ronca escuchaba a un madrileño revelar “al filo de la madrugada sentía al agua ardiente de la despedida”. Vaya que la sentía, a esa altura el vacilante ya no vacilaba, a esa altura ya había logrado su cometido. Y de repente vio lágrimas en esos ojos en los que otras noches había visto satisfacción. El matador había acometido a la víctima. Ahora esperaba que la dama exigente no le de muerte violenta como él estaba acostumbrado a dar. Contrariado, sintiendo cómo mutaba, durmió sin saber a quién realmente había ultimado.
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